Sala de Prensa
Usted está en:  Portada
Lunes, 19 de Julio de 2010 
Intervención del Subsecretario de Relaciones Exteriores, Fernando Schmidt, en el homenaje a Enrique Bernstein
Comparte :

Estimados Directores del Ministerio de Relaciones Exteriores; distinguida Familia del Embajador Enrique Bernstein; estimados ex Embajadores de nuestra Cancilleria; distinguidos invitados especiales; amigas y amigos:

 

Estamos reunidos hoy para rendir un homenaje a un diplomático de excelencia, un hombre que dedicó su vida al servicio exterior y que brilló en su desempeño de tantas funciones en este ministerio de Relaciones Exteriores. Hoy se cumplen cien años desde el nacimiento de don Enrique, a quien algunos de nosotros conocimos antes de que falleciera a los 80 años.

 

Una vida fecunda. Una vida al servicio del país. Así podríamos sintetizar la biografía de Enrique Bernstein, quien ingresó al servicio exterior en 1933. Venía de París, donde había estudiado historia de las relaciones internacionales, política exterior y diplomacia. Situémonos por un momento en su perspectiva: venía de la Europa de entreguerras, que comenzaba la recuperación económica, que bullía de vida, de pensamiento y también de conflicto por todos los temas que no se resolvieron bien al término de la Primera Guerra Mundial.

 

Cuando ingresa al servicio exterior, el subsecretario de la época don Germán Vergara Donoso le dijo, con mucho énfasis, que lo felicitaba por sus conocimientos y por todo lo que había estudiado en París, pero que lo que se necesitaba en ese momento era exportar "porotos, cebollas y ajos", y lo mandó al Departamento Comercial. A don Enrique no le gustó mucho, pero estaba ahí por su vocación de servicio, dedicando a esa tarea su mejor entusiasmo y toda su dedicación.

 

Esa fue la tónica de todos los servicios que prestó a este ministerio durante más de cincuenta años. Su formación intelectual y sus excepcionales dotes para la negociación, la conversación y la comprensión de los problemas internacionales lo llevaron pronto a participar en grandes hechos de la diplomacia universal, en aquellos asuntos que dieron forma a las instancias multilaterales que han servido de instrumentos para buscar el orden y la armonía en las relaciones entre los Estados.

 

Participó en la Conferencia de San Francisco, en abril de 1945, reunión convocada para buscar una sustitución de la debilitada Liga de las Naciones, y que luego daría forma a la Organización de Naciones Unidas. En sus memorias, señaló que fue una de las experiencias más valiosas que le correspondió vivir en sus primeros años de su labor ministerial.

 

También le tocó estar presente en la Conferencia de Bogotá en 1948, cuando se adoptó la Carta de la Organización de los Estados Americanos, la OEA, que hasta hoy es el principal foro político multilateral en nuestro hemisferio.

 

Otra faceta relevante de don Enrique fue la de profesor. En sus clases de Derecho y Práctica Diplomática, que dictaba en diversos institutos de educación superior, siempre destacaba la importancia que tienen la "representación" y la "negociación" en la vida diplomática, agregando que para la primera bastaba con una cierta dosis de dignidad; pero, en lo que se refiere a la segunda, la "negociación", el deber del diplomático es esforzarse para buscar la defensa de los intereses nacionales -"right or wrong, is my country", comentaba - utilizando el máximo del ingenio y prudencia.

 

Las últimas y más intensas etapas en materia de negociación que cumplió don Enrique las desarrolló en Roma, con el Cardenal Antonio Samoré y otros personeros de la Iglesia que cooperaron en la Mediación Papal, gestión histórica en que estuvo en juego la paz y seguridad de todo el cono sur del continente.

 

Trabajó durante tres años y medio con el Cardenal Samoré, a quien argentinos y chilenos le debemos mucho por su excepcional capacidad de conciliación y búsqueda de la paz. Don Enrique subrayaba que el Cardenal sostenía que "para vivir en paz se precisan cinco cosas: una copita de ciencia, una botella de sabiduría, un barril de prudencia, un tonel de conciencia y un mar de paciencia". Son también, me decía su Eminencia, los requisitos indispensables para una negociación".

 

Siempre prudente y esforzado, Bernstein se ganó el respeto y admiración de todos los que participaron en esas conversaciones.

 

Todos sabemos que esa situación de tensión, quizá la más grave por la que atravesó Chile a lo largo del pasado siglo XX, se resolvió de manera exitosa. Desde entonces hemos logrado resolver la inmensa mayoría de los temas limítrofes y se ha abierto una etapa de acercamiento y cooperación inédita en las relaciones bilaterales, siempre guiados por esa manera de entender la prudencia que difundía don Enrique en sus clases, conferencias y conversaciones.

 

Muchas veces se reprocha a la diplomacia lentitud en la resolución de los problemas que afectan a la convivencia entre las naciones. Don Enrique era enfático en recomendar no ceder a la premura del tiempo. "El apuro -decía- no puede jamás excusar el empleo de términos inapropiados o incorrectos que abran la puerta a futuras divergencias de interpretación. Esta preocupación semántica en los negociadores, a veces mal interpretada por la opinión pública, constituye una necesidad real e imprescindible porque evitará malos entendidos de consecuencias difíciles de imaginar en el momento mismo de la redacción".

 

Recuerdo especialmente esta última recomendación porque, aunque vivimos en un mundo muy distinto al suyo, donde la velocidad de las comunicaciones, la apertura de la economía y la globalización que actúa en tantos planos distintos nos imponen un ritmo acelerado a todas las esferas de la vida pública, nunca un diplomático puede perder la virtud de la paciencia, de saber esperar y de buscar no sólo "le Mot Juste", la palabra exacta, como proclamaba Gustave Flaubert para la literatura, sino también la que más se ajusta a la defensa de los intereses permanentes de la Nación, principal objetivo del servicio diplomático.

 

Quiero concluir estas palabras con otra cita de don Enrique. Él se enorgullecía, con justa razón, de haber servido a gobiernos de muy distinto signo ideológico a lo largo de décadas de historia del país:

 

"He servido al país bajo administraciones de derecha, de centro y de izquierda. He laborado con nueve Presidentes de la República y con treinta y nueve Ministros de Relaciones Exteriores. Cuando fui destinado al extranjero tuve como jefes a cuatro embajadores. Creo haber sido siempre un buen servidor del Estado, en el verdadero sentido portaliano del servicio público".

 

En este año 2010, hemos iniciado un gobierno de signo distinto a las cuatro administraciones precedentes. Y, sin embargo, los diplomáticos somos los mismos y tenemos el mismo gran objetivo: servir al país y defender sus intereses. En este sentido, seguimos el ejemplo y la enseñanza de Enrique Bernstein, un hombre ejemplar que siempre supo dónde radicaba lo realmente importante en el servicio público.

 

Muchas gracias.